EL PRIMER AMOR
Nevaba. Copiosamente. Y el frío era un
suplicio.
Por los claustros del monasterio,
antiquísimo, y que ahora era un internado donde cerca de ochocientas chicas
sufrían la disciplina de las monjas, día y noche, el viento glacial cruzaba
aullando. Yo lo oía, como a una loba, desde mi lecho, en el dormitorio del
tercer piso, en la completa oscuridad llena de la mal sincopada respiración de
cerca de veinticinco internas dormidas. La supervisora de nuestro dormitorio
acababa de pasar con la linterna encendida, enfocándola a los ojos de las
durmientes. No notó que yo estaba despierta. Pasó de largo, silenciosa.
Pensaba, con los ojos cerrados, en una
foto que había visto en un gran libro de arte, en la biblioteca. Era del David
de Donatello. Un David muy diferente al de Miguel Ángel: un David que parecía
una chica, con el pelo largo sobre los hombros y las facciones exquisitas. Se
parecía a ella, y ora David, ora mi hermosa amiga, entraban y salían de mi
mente calenturienta, fantasmagóricos, mientras, bajo las sábanas, evitando ser
percibida, me masturbaba.
La amaba ya, habiéndola conocido ese mismo
día, con un deseo quemador, pero frío, como el hielo de la cumbre. Lloraba
pensando en sus labios bellísimos, en la luz melosa que traspasaba, desde el
alma, sus irises de ámbar. Y en su cabello ondulado, rubio, tan diferente al
mío.
Lo que realmente amaba de ella, casi con
envidia, casi con recelo, puesto que yo carecía de tal cualidad, era aquella
libertad que en todo lo referente a ella se advertía. Era como un gato del
monte, apasionada y cruel a la vez. Había nacido para liderar, y efectivamente
tenía su banda de seguidoras incondicionales. Las quería y las maltrataba. Las
besaba y las pegaba con la misma violencia. Ellas exhibían con orgullo las
marcas malvas de sus besos o sus bofetadas.
Aquel día yo no había asistido a las
clases de la mañana, sin importarme que después me castigasen. Caminaba por la
orilla del río que cruzaba ante el monasterio, entre los árboles desnudos, sin
pensar en nada, viendo como el agua rápida discurría entre pedazos de hielo. De
pronto oí las voces. Un grupo de estudiantes , a la entrada del bosquecillo de
abedules, apaleaba a un perro grande y de pelambre blanca, que gemía
penosamente. Le daban con largas estacas, riéndose, hasta que el perro cayó
sobre la nieve, agonizando. De su morro, tiñendo la nieve de rojo, brotaba
sangre a raudales.
Yo me había ocultado tras un árbol para
observar sin ser descubierta, pero una de las chicas había dado un rodeo y se
había plantado detrás de mí: de pronto su fuerte mano me tapaba la boca, haciéndome
daño.
-Hija de puta- susurró en mi oído- Ese
perro que matamos es el de sor Agnes, que es una cabrona, y se lo merece. Si
quieres que a ti te pase lo mismo ve y di lo que has visto.
Yo jadeaba de miedo. Me cogió
violentamente del pelo y puso su rostro muy cerca del mío. Nuestros ojos se
encontraron y por primera vez en mi vida reconocí que me perturbaba de forma
placentera que me tratasen de aquella forma. Si se trataba de alguien como
ella, no me importaba ser víctima. Su mirada serena, como de agua fría, se
hundió en la mía desvergonzadamente y, sin venir a cuento, incongruentemente,
hundió sus lengua entre mis
labios. De forma igualmente abrupta, me
apartó de sí con un empujón y se alejó sobre la nieve. Ciertamente, poseía la
gracia y ligereza de una corza. El grupo desapareció como había aparecido,
dejando el cadáver del perro tirado sobre la nieve, y a mí, sorprendida y
sumida en una especie de tristeza lujuriosa, tiritando de frío.
De las noches siguientes, no hubo una que
no estuviese embrujada por el recuerdo de Emilia. Su beso, el primer beso
realmente sexual que había experimentado, se repetía en mi memoria
dolorosamente, y soñaba que ella estaba a mi lado, y que hundía mi lengua entre
sus fuertes muslos, mojándolos de lágrimas. Ella se había convertido en el
centro de mi existencia, y nada más me importaba. Incluso me agradaba imaginar
que moríamos juntas, en la nieve, arriba en las montañas, en los dominios del
viento, lejos de las monjas, de nuestros padres, de toda la porquería que nos
rodeaba y de la cual ella parecía tan remota. Y es que, con la clarividencia de
las niñas enamoradas, yo ya sabía que el objeto de mi pasión no viviría mucho
tiempo. Ningún ser de tal belleza, de espíritu tan libre, permanece largo
tiempo en el mundo.
Nunca fuí miembro de su banda de salvajes,
ni participé en ninguna de las fechorías que las hacían notorias entre todas
las internas. Pero ella, al tanto de mi timidez, tomó la iniciativa y me visitó
de noche. Nadie nos descubrió nunca. Pero a lo largo de aquel invierno helado,
en el antiguo internado situado en plena montaña asturiana, en la salvaje
soledad, rodeadas de nieve, silencio y piedra, entrelazamos nuestros cuerpos y
almas, y fuimos una sola persona, una y otra vez.
La bella Emilia, la fuerte y cruel Emilia,
nunca dejó de portarse conmigo como si yo le perteneciera totalmente, y yo
nunca quise que fuera de otra forma. Pero en su alma indómita había tanta
nobleza como rebeldía, y no consiguió ver que en la mia, sumisa y compleja,
mucho más llevada de sentimientos vulgares, emergía, junto al amor casi suicida
que le profesaba, la necesidad de deshacerla, de liberarme de ella para seguir
viviendo como un ser normal, pero sin perderla. Pronto los celos mortales, el
resentimiento, la envidia, afloraron en el mismo amor que le profesaba. Y
busqué formas de hacerle daño.
Busqué el instrumento de su destrucción. Y
lo encontré fácilmente en su pupitre, una tarde cuando todas las internas
estaban en el recreo. Se trataba de un librito en el cual Emilia había hecho
innumerable dibujos, todos muy bellos, y escrito sus pensamientos en una
especie de diario. Allí se mencionaba, una y otra vez, algo atroz, que yo ni
había sospechado: Sor Agnes, la dueña del perro asesinado, usaba a Emilia como
su esclava sexual. Había descripciones de las cosas vergonzosas que la monja
perpetraba en el cuerpo de Emilia en la soledad de su celda. Había
exclamaciones de horror en aquel diario, escritas por la misma Emilia, en las
cuales palpitaban su sentido de culpabilidad y su odio hacia aquella monja
sádica. Y estaba mi propio nombre, garabateado con violencia, rodeado de
corazones sangrantes atravesados por alfileres y espinas-
Acudí a la rectora del internado con el
libro. Que yo sepa, no se tomó medida alguna contra Sor Agnes. Pero pronto fue
de conocimiento general que Emilia había mantenido relaciones sexuales con
monjas a cambio de dinero y buenas notas. Un día vino a verme, suplicante,
puesto que yo ya había roto con ella, no queriendo verme envuelta en su
vergonzosa reputación. Recuerdo que gocé cruelmente de aquel instante. La
repudié. Casi no le dirigí la palabra. Ella me miraba fijamente, con su hermoso
rostro descompuesto por el dolor. Absurdamente, me pedía que nos
fuésemos juntas, muy lejos de allí. Todo
el mundo la despreciaba, no podía soportarlo- Yo, simplemente, volví la cabeza
para no verla más y, en el espejo que había frente a mí, besé mi propia imagen
en los labios, dejando la nube de mi aliento sobre el cristal frío. Emilia entendió:
ya no la quería, ya no la necesitaba. Y al dejarme, me miró con nostalgia, como
si, a pesar de todo, todavía me amase.
Unos días más tarde, el cuerpo de Emilia, ahogada, era recuperado del río.
Vidal Alcolea