domingo, 1 de diciembre de 2013

el primer amor


EL PRIMER AMOR

 

 

Nevaba. Copiosamente. Y el frío era un suplicio.

 

Por los claustros del monasterio, antiquísimo, y que ahora era un internado donde cerca de ochocientas chicas sufrían la disciplina de las monjas, día y noche, el viento glacial cruzaba aullando. Yo lo oía, como a una loba, desde mi lecho, en el dormitorio del tercer piso, en la completa oscuridad llena de la mal sincopada respiración de cerca de veinticinco internas dormidas. La supervisora de nuestro dormitorio acababa de pasar con la linterna encendida, enfocándola a los ojos de las durmientes. No notó que yo estaba despierta. Pasó de largo, silenciosa.

 

Pensaba, con los ojos cerrados, en una foto que había visto en un gran libro de arte, en la biblioteca. Era del David de Donatello. Un David muy diferente al de Miguel Ángel: un David que parecía una chica, con el pelo largo sobre los hombros y las facciones exquisitas. Se parecía a ella, y ora David, ora mi hermosa amiga, entraban y salían de mi mente calenturienta, fantasmagóricos, mientras, bajo las sábanas, evitando ser percibida, me masturbaba.

 

La amaba ya, habiéndola conocido ese mismo día, con un deseo quemador, pero frío, como el hielo de la cumbre. Lloraba pensando en sus labios bellísimos, en la luz melosa que traspasaba, desde el alma, sus irises de ámbar. Y en su cabello ondulado, rubio, tan diferente al mío.

 

Lo que realmente amaba de ella, casi con envidia, casi con recelo, puesto que yo carecía de tal cualidad, era aquella libertad que en todo lo referente a ella se advertía. Era como un gato del monte, apasionada y cruel a la vez. Había nacido para liderar, y efectivamente tenía su banda de seguidoras incondicionales. Las quería y las maltrataba. Las besaba y las pegaba con la misma violencia. Ellas exhibían con orgullo las marcas malvas de sus besos o sus bofetadas.

 

Aquel día yo no había asistido a las clases de la mañana, sin importarme que después me castigasen. Caminaba por la orilla del río que cruzaba ante el monasterio, entre los árboles desnudos, sin pensar en nada, viendo como el agua rápida discurría entre pedazos de hielo. De pronto oí las voces. Un grupo de estudiantes , a la entrada del bosquecillo de abedules, apaleaba a un perro grande y de pelambre blanca, que gemía penosamente. Le daban con largas estacas, riéndose, hasta que el perro cayó sobre la nieve, agonizando. De su morro, tiñendo la nieve de rojo, brotaba sangre a raudales.

 

Yo me había ocultado tras un árbol para observar sin ser descubierta, pero una de las chicas había dado un rodeo y se había plantado detrás de mí: de pronto su fuerte mano me tapaba la boca, haciéndome daño.

 

-Hija de puta- susurró en mi oído- Ese perro que matamos es el de sor Agnes, que es una cabrona, y se lo merece. Si quieres que a ti te pase lo mismo ve y di lo que has visto.

 

Yo jadeaba de miedo. Me cogió violentamente del pelo y puso su rostro muy cerca del mío. Nuestros ojos se encontraron y por primera vez en mi vida reconocí que me perturbaba de forma placentera que me tratasen de aquella forma. Si se trataba de alguien como ella, no me importaba ser víctima. Su mirada serena, como de agua fría, se hundió en la mía desvergonzadamente y, sin venir a cuento, incongruentemente, hundió sus lengua entre mis

 

labios. De forma igualmente abrupta, me apartó de sí con un empujón y se alejó sobre la nieve. Ciertamente, poseía la gracia y ligereza de una corza. El grupo desapareció como había aparecido, dejando el cadáver del perro tirado sobre la nieve, y a mí, sorprendida y sumida en una especie de tristeza lujuriosa, tiritando de frío.

 

De las noches siguientes, no hubo una que no estuviese embrujada por el recuerdo de Emilia. Su beso, el primer beso realmente sexual que había experimentado, se repetía en mi memoria dolorosamente, y soñaba que ella estaba a mi lado, y que hundía mi lengua entre sus fuertes muslos, mojándolos de lágrimas. Ella se había convertido en el centro de mi existencia, y nada más me importaba. Incluso me agradaba imaginar que moríamos juntas, en la nieve, arriba en las montañas, en los dominios del viento, lejos de las monjas, de nuestros padres, de toda la porquería que nos rodeaba y de la cual ella parecía tan remota. Y es que, con la clarividencia de las niñas enamoradas, yo ya sabía que el objeto de mi pasión no viviría mucho tiempo. Ningún ser de tal belleza, de espíritu tan libre, permanece largo tiempo en el mundo.

 

Nunca fuí miembro de su banda de salvajes, ni participé en ninguna de las fechorías que las hacían notorias entre todas las internas. Pero ella, al tanto de mi timidez, tomó la iniciativa y me visitó de noche. Nadie nos descubrió nunca. Pero a lo largo de aquel invierno helado, en el antiguo internado situado en plena montaña asturiana, en la salvaje soledad, rodeadas de nieve, silencio y piedra, entrelazamos nuestros cuerpos y almas, y fuimos una sola persona, una y otra vez.

 

La bella Emilia, la fuerte y cruel Emilia, nunca dejó de portarse conmigo como si yo le perteneciera totalmente, y yo nunca quise que fuera de otra forma. Pero en su alma indómita había tanta nobleza como rebeldía, y no consiguió ver que en la mia, sumisa y compleja, mucho más llevada de sentimientos vulgares, emergía, junto al amor casi suicida que le profesaba, la necesidad de deshacerla, de liberarme de ella para seguir viviendo como un ser normal, pero sin perderla. Pronto los celos mortales, el resentimiento, la envidia, afloraron en el mismo amor que le profesaba. Y busqué formas de hacerle daño.

 

Busqué el instrumento de su destrucción. Y lo encontré fácilmente en su pupitre, una tarde cuando todas las internas estaban en el recreo. Se trataba de un librito en el cual Emilia había hecho innumerable dibujos, todos muy bellos, y escrito sus pensamientos en una especie de diario. Allí se mencionaba, una y otra vez, algo atroz, que yo ni había sospechado: Sor Agnes, la dueña del perro asesinado, usaba a Emilia como su esclava sexual. Había descripciones de las cosas vergonzosas que la monja perpetraba en el cuerpo de Emilia en la soledad de su celda. Había exclamaciones de horror en aquel diario, escritas por la misma Emilia, en las cuales palpitaban su sentido de culpabilidad y su odio hacia aquella monja sádica. Y estaba mi propio nombre, garabateado con violencia, rodeado de corazones sangrantes atravesados por alfileres y espinas-

 

Acudí a la rectora del internado con el libro. Que yo sepa, no se tomó medida alguna contra Sor Agnes. Pero pronto fue de conocimiento general que Emilia había mantenido relaciones sexuales con monjas a cambio de dinero y buenas notas. Un día vino a verme, suplicante, puesto que yo ya había roto con ella, no queriendo verme envuelta en su vergonzosa reputación. Recuerdo que gocé cruelmente de aquel instante. La repudié. Casi no le dirigí la palabra. Ella me miraba fijamente, con su hermoso rostro descompuesto por el dolor. Absurdamente, me pedía que nos

 

fuésemos juntas, muy lejos de allí. Todo el mundo la despreciaba, no podía soportarlo- Yo, simplemente, volví la cabeza para no verla más y, en el espejo que había frente a mí, besé mi propia imagen en los labios, dejando la nube de mi aliento sobre el cristal frío. Emilia entendió: ya no la quería, ya no la necesitaba. Y al dejarme, me miró con nostalgia, como si, a pesar de todo, todavía me amase.

 

Unos días más tarde, el cuerpo de Emilia, ahogada, era recuperado del río.

Vidal Alcolea

 

sábado, 24 de diciembre de 2011

más allá de lo posible

Hay misterios cuya resolución precisa un extra de ánimo por parte del investigador, por abrumadores. ¿Cómo, sin luz ninguna y a cuarenta metros bajo tierra, pintaron los egicios antiguos los detallados murales de las cámaras mortuorias de los reyes en las piramides? ¿Cómo escribió Josefo sus vastos volúmenes de historia, ya viejito y en una era en que no se conocían las gafas? ¿Cómo voy yo a terminar este microrelato cuando las mías, mis gafas, se me han roto en pleno día de navidad y no hay nada abierto para agenciarme unas nuevas? Las pisé por accidente y se partieron por la mitad. Con una cerilla, traté de soldar la concha, pero no funcionó. Luego quise arreglarlas con celofán, pero ni por esas.
Apï zue whe dxidido ajvar el mgrolelato sim ñas jopidaz jafaz...

viernes, 23 de diciembre de 2011

Proceso

Como debo pasar las navidades solo, hace unos días he puesto un tomate sobre un papel de acuarela en blanco, en la mesita del salón, para ver como sus células comienzan a pelearse entre ellas desde adentro, y se pudre poco a poco.
A estas alturas ya no parece un tomate, sino una especie de corazón oscuro en los estados últimos de la desintegración.
No sé cuando empecé a interesarme por el proceso del deterioro: si las cosas orgánicas no se cuidan constantemente, tienden a autodestruirse.Esto no es de extrañar, pues, aunque raramente lo recordemos, el planeta es una piedra que atraviesa el espacio con una violencia terrorífica:ciento setenta y pico mil kilómetros por hora. Lo cual quiere decir que cualquier cosa viva contiene en su interior una violencia parecida.
Por eso mi tomate se pudre: aunque por fuera parezca algo redondo y sereno, saludablemente rojo, por dentro se devora a sí mismo. Lo peor es que si decido no comermelo, todo el próposito de su existencia se va al traste, y el tomate se convierte en algo futil y deprimente. Un tomate suicida.
Con el amor seguramente pasa lo mismo. Yo lo he visto pudrirse como una fruta pocha. Literalmente, su cadáver de uva pasa se asoma a los ojos de la persona olvidada como una espécie de excremento de los dioses, y no puede haber muchas cosas más miserables y tristes.
Cómo decía, o murmuraba, más bien, aquel cónsul ingés consumido, en Cuernavaca, por el acohol y un recuerdo de traiciones incomprensibles:
"yo vivo porque aún te espero, y el día que llegues ya no tendré por qué seguir viviendo".
Indudablemente, siempre ha habido guerras y crueldad en el mundo. Y el corazón no es capaz nunca de entender los propósitos de Dios.
Incluso cuando ya ha empezado a devorarse a sí mismo desde adentro,
este tomate es de una belleza sublíme.
Pero es hora de arrojarlo al cubo de la basura. Ya no sirve para nada.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Brian Marion

Este año no parece irse sin completar una buena cosecha de almas. Dos personas cercanas a mí murieron la semana pasada y, hoy, recibo la noticia de que un viejo amigo, un artista canadiense nativo con quien bebí y discutí de arte y espiritualidad muchas veces, acaba de fallecer.
Tenía 51 años y había dedicado toda la vida a comunicar la verdad cósmica que alienta en la visión de la vida de la cultura Cree por medio de su pintura. Era díscipulo del gran maestro Norval Morrisseau, a quien tambien tuve el honor de conocer.
Durante muchos años estudié las simbología del arte nativo canadiense, y de Brian Marion, aquien su gente apodaba "pequeño colibrí", aprendí que la linea fluye directamente del universo a la mano, que en una forma están todas las formas, y que el hilo del espiritu conecta todos los cuerpos y colores.
Bueno, compañero: el arte es lo que hacemos cuando el alma quiere volar.
Como tú dijiste aquella vez: "en mitad de un lago muy sereno, hay una isla. Yo la llamo la isla de las cerezas. Y allï no se conoce la pena"
Los indios canadienses comprenden la naturaleza y sus ciclos mejor que nadie.
Feliz vuelo, Brian.
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lunes, 12 de diciembre de 2011

El viaje al escorial

En Madrid, no tuve suerte.
El austriaco llevaba una hermosa cámara de cine antigua y no paraba de detenerse para hacer tomas de cada rincón, de cada iglesia, de cada fachada. Yo me pelaba de frío.
Madrid es una hermosa ciudad con mucha vida. Las callejas enrevesadas del barrio donde estaba nuestro hostal estaban rebosantes de gente de todo tipo. Bares y restaurantes, a tope.
Al austriaco, y a mí, nos pirrió la cerveza madrileña de caña. "mejor que la alemana"-decía- "refresca más".
Al austriaco le conozco hace mucho tiempo. Vivíamos en Canadá, y nos juntabamos para tomar café y hablar de todo. De profesión es contable. Estuvo casado alguna vez. Desde su divorcio, vive solo. Es un tipo de pelo blanco, que toma grandes cantidades de vitaminas y hace ejercicio con regularidad. Es bastante religioso. A veces, creyendo ayudarme, se pone a hablarme de la fé. Conversamos en inglés. Su inglés es pulcro, frío, y se expresa exactamente. Es un tipo elegante y de modales delicados. pero solo hace falta fijarse para darse cuenta de que hay en él algo muy duro. Tiene un cuerpo de atléta, y disciplinado para cualquier esfuerzo, incluso para la violencia si se diera el caso.
Desde que me mudé a España, me visita una vez al año. Como nació en Austria, le gusta visitar todos los monumentos relacionados con la casa de los Hapsburgo. Esta vez, sobre todo, deseaba ver el Escorial. "Allí están las tumbas de nuestros reyes"-decía. "Se trata de nuestra cultura, de lo que somos, tanto tú como yo."
Yo estaba más interesado en la madrileñas, que llenaban las calles y garitos de una sexualidad misteriosa, un poco orgullosa y lejana. Pude acercarme a algunas, brevemente, pero no tuve suerte, como ya dije antes.
En el Escorial soplaba el viento de la sierra y hacía frío. Comenté que era el único edificio de su índole que yo había visto cuya fachada está totalmente desprovista de símbolos religiosos. Es de una austeridad militar y aburrida, y no me gustó. hasta que descendimos a los panteones de los reyes. Allí, a viente metros por debajo del suelo, descubrimos un lujo de opulencia barbárica, mármoles grises, burgundis y verde oscuros, rematados con complicados retoques de oro.
En pesados sarcofagos de mármol yacían los miembros de los Hapsburgo, y el sentimeinto quer se desprendía de aquellas criptas de solemnes frialdad y silencio era de aislamiento, como si toda una línea de sangre, de monarcas a infantes, convivesen serenamente en aquel reino de la Muerte. La personalidad meláncolica, exclusivista, mística, de los hapsburgo, se percibía en el ambiente. De pronto, entendí la naturaleza de la antigua aristocracia. Creían tener precedencia ante Dios, estar más cerca de El.
Traté de pensar criticamente, como hombre democrático y moderno, y verlo todo con cierto cinísmo. Pero no pude. La grandeza de aquella familia que mantuvo un imperio a golpe de espada y de cruz me sobrepasaba. En aquel dominio de la muerte habían una calma y una belleza sigulares, que ponían a uno en contacto con algo sobrenatural.
Sobre los enormes, níveos sepulcros de los infantes, alineados a lo largo de sombríos muros, había talladas guirnaldas de mármol de tal delicadeza que podrían haber sido de seda.
Una palabra cruzaba mi cerebro anonadado por tanto esplendor en piedra, por tanto cadáver allí reposante durante cientos de años: España.
De pronto, el austriaco tropezó con una escalinata y cayó al suelo, con el
chirrido de sus cámaras de fotografía que se hacían añicos. había estado haciendo fotos sin ser visto, lo cual no estaba permitido.
-Bueno, Josef- le dije- Quizá seas tú el último austriaco que caiga muerto en este panteón, y te entierren junto a Carlos V. Todo un privilegio.
- En cualquier caso,amigo mío -me contestó- Se conoce que a nuestros monarcas les molesta la tecnología, porque me han jodido las cámaras.

lunes, 24 de octubre de 2011

Los celos

Aceleró en aquel tramo de la carretera. La luna. El mar de otoño.
El año pasado, por estas fechas, había dejado tras él, sobre el suelo de la playa, el cadáver de Julio.
Le asesinó mientras en la casa seguían festejando el día de todos los santos. Con una navaja de bolsillo. Facilmente.
El mismo consoló a la prometida de Julio. Y, poco despues, sa casaba con ella. La vida es para los ganadores.
Aparcó ante la casa.
El y su esposa entraron al baile de máscaras. Ya estaba borracho cuando vio a su mujer en brazos de un tipo elegante, que vestía una horrible careta de hueso.
Zorra.
Agarró a aquel cerdo de una mano, más fria que un pez muerto.
Entonces vió que el hombre tenía una tajada sangrante a la altura de la carótida.
Era Julio.
Bien. Que se la quedase. El ya estaba harto de ella.

sábado, 22 de octubre de 2011

El Internado

A finales de los sesenta, mis padres emigraron a Canadá. Para tener libertad de moviemiento, a mi me ingresaron en un internado regentado por curas,. era un enorme monasterio del siglo XII en mitad de la montaña asturiana.
Allí las letras definitivamente entraban con sangre. Pero a pesar de haber discutido luego con mis padres los terrores allí impuestos sobre los internos, ellos nunca aceptaron que en un colegio de pago, famoso por la buena enseñanza, ocurrieran tales cosas, y al implicación era que yo me lo imaginaba todo, o que mentía.
Sin embargo, las palizas que allí recibía a manos de los frailes no fueron ni escasas ni superficiales.
Allí conocí a C, aunque nunca fui amigo suyo.Tendría doce años, como yo, pero estaba en otra clase. Era un chaval rubio, de ojos azules y un poco tristes. Tenía la reputación de ser un buen dibujante.
Los internos formabamos bandas que , como respuesta a la diaria crueldad del profesorado, haciamos de las nuestras siempre que podíamos.
Una vez entramos a la clase de C e inspeccionamos su pupitre. Encontramos un cuaderno lleno de dibujos y notas. Los dibujos eran ilustraciones soeces de lo que él, al parecer, hacía con un fraile en particular. Las notas explicaban cómo aquel fraile le obligaba a hacerle favores sexuales a cambio de buenas notas y otros privilegios, como salidas extendidas al pueblo cercano los fines de semana.
Enviamos una nota sin firmar al rector del monasterio explicando lo que ocurría.
A partir de entonces los castigos en el monasteri fueron más frecuentes y duros. Y nada cambió.
Aquel muchacho se sucidó en el rio que pasaba junto al monasterio.
Dicho edificio, hoy día, está siendo rehabilitado y será un parador para turistas en mitad de aquellos preciosos paisajes.